domingo, 17 de junio de 2012

XI


Tras sus andares se arremolinaba el destello de un juicioso pensar, nota discordante en un rostro sencillo y de apariencia pueril, que con dulces pestañeos y una leve sonrisa, se ganaba, del mismo modo que el orador experto maneja con sutilidad los hilos de la retórica, a todo aquel pobre mortal, mísero ignorante capaz de entregar su alma por un simple roce de mejilla.

Y tal era la consideración en la que todos la tenían, que ella, resuelta y desvergonzada, no dudaba en aprovechar aquellas dotes que tan bien se le habían concedido en el arte de encandilar. Ni el mismísimo Eros se hubiese atrevido a poner en duda tal poder de atracción; él, que manejaba las flechas de todos aquellos que caían rendidos bajo sus influjos. Ella no recibía más que flechas de plomo, y el desagrado afloraba en su rostro con la rapidez de un relámpago. ¿Pero qué ocurriría, no obstante, al usar la preciada flecha de oro, destinada al anhelo eterno?

Los cínicos también se enamoran, por mucho que traten de disfrazarlo con sorna. Y es allí donde reside su encanto: en el cambio de su naturaleza crítica e insolente, en el remplazo de unos ojos escépticos por una fe ciega y absoluta, que se acomoda lentamente hasta dejar el rastro de un agridulce sendero extendido por todos los rincones en los que manda la razón. 

¿Y cuál cree, querido lector, que fue la carta que jugó el destino? Pues bien, esa historia, al igual que los grandes cantares que ensalzan proezas, merece mención aparte.

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