Tras
sus andares se arremolinaba el destello de un juicioso pensar, nota discordante
en un rostro sencillo y de apariencia pueril, que con dulces pestañeos y una
leve sonrisa, se ganaba, del mismo modo que el orador experto maneja con
sutilidad los hilos de la retórica, a todo aquel pobre mortal, mísero ignorante
capaz de entregar su alma por un simple roce de mejilla.
Y
tal era la consideración en la que todos la tenían, que ella, resuelta y
desvergonzada, no dudaba en aprovechar aquellas dotes que tan bien se le habían
concedido en el arte de encandilar. Ni el mismísimo Eros se hubiese atrevido a
poner en duda tal poder de atracción; él, que manejaba las flechas de todos
aquellos que caían rendidos bajo sus influjos. Ella no recibía más que flechas
de plomo, y el desagrado afloraba en su rostro con la rapidez de un relámpago.
¿Pero qué ocurriría, no obstante, al usar la preciada flecha de oro, destinada
al anhelo eterno?
Los
cínicos también se enamoran, por mucho que traten de disfrazarlo con sorna. Y es
allí donde reside su encanto: en el cambio de su naturaleza crítica e
insolente, en el remplazo de unos ojos escépticos por una fe ciega y absoluta,
que se acomoda lentamente hasta dejar el rastro de un agridulce sendero
extendido por todos los rincones en los que manda la razón.
¿Y
cuál cree, querido lector, que fue la carta que jugó el destino? Pues bien, esa
historia, al igual que los grandes cantares que ensalzan proezas, merece
mención aparte.
Un placer leerte Martita, como siempre :)
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