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Cuando
las imágenes se descomponen en el tiempo del mismo modo que el cuerpo inerte
que reposa frío y cadavérico bajo su epitafio, los muros registran y conservan
las palabras recriminatorias de una acalorada conversación. Y a veces, en las
madrugadas de verano, al teñirse las nubes de arrebol tras los primeros
destellos del alba, el éter adquiere una tonalidad violácea y se transforma
lentamente ante la mirada de unos ojos dotados de sensibilidad -a golpe de nocturno
y tinto- capaces de destapar el último diálogo que concurrió en escena.
Así
danzan los hilos, atados a todos los movimientos que conforman la melodía de
unos dedos. Obra póstuma inacabada del maestro que tantas obras compuso y
tantas otras dejó sin resolver. Vidas que sucedieron y entrecruzaron caminos,
vidas que descarrilaron, vidas que se resguardaron bajo la sombra de un viejo
sauce y no remprendieron sus pasos.
Y
se imagina a sí mismo, en el centro de ese espacio vacío con vistas al tumulto
de la ciudad. Copa en mano, el brazo opuesto firmemente extendido, aguardando paciente
el inicio del baile. Las primeras pulsaciones del nocturno bombean la sangre y
despiertan lentamente las palabras que quedaron encerradas entre vigas y
ladrillos. Un débil parpadeo, tenue luminiscencia, claro resplandor.
El
último acto desencadena los anteriores -si bien sucedidos, no olvidados- para
resolverse finalmente como aquella crónica de una muerte anunciada, con el
final esperado, la reverberación de aquella última charla y las notas
decadentes de un piano que ya enmudece.
Es delicioso, querida Marta. Me fascinas.
ResponderEliminarBesos.
Marta...
ResponderEliminar¿Sí?
EliminarMe gusta más cuanto más lo leo. Sólo eso. :)
ResponderEliminarJajaja gracias :)
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