domingo, 19 de agosto de 2012

XII


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Cuando las imágenes se descomponen en el tiempo del mismo modo que el cuerpo inerte que reposa frío y cadavérico bajo su epitafio, los muros registran y conservan las palabras recriminatorias de una acalorada conversación. Y a veces, en las madrugadas de verano, al teñirse las nubes de arrebol tras los primeros destellos del alba, el éter adquiere una tonalidad violácea y se transforma lentamente ante la mirada de unos ojos dotados de sensibilidad -a golpe de nocturno y tinto- capaces de destapar el último diálogo que concurrió en escena.

Así danzan los hilos, atados a todos los movimientos que conforman la melodía de unos dedos. Obra póstuma inacabada del maestro que tantas obras compuso y tantas otras dejó sin resolver. Vidas que sucedieron y entrecruzaron caminos, vidas que descarrilaron, vidas que se resguardaron bajo la sombra de un viejo sauce y no remprendieron sus pasos.

Y se imagina a sí mismo, en el centro de ese espacio vacío con vistas al tumulto de la ciudad. Copa en mano, el brazo opuesto firmemente extendido, aguardando paciente el inicio del baile. Las primeras pulsaciones del nocturno bombean la sangre y despiertan lentamente las palabras que quedaron encerradas entre vigas y ladrillos. Un débil parpadeo, tenue luminiscencia, claro resplandor.

El último acto desencadena los anteriores -si bien sucedidos, no olvidados- para resolverse finalmente como aquella crónica de una muerte anunciada, con el final esperado, la reverberación de aquella última charla y las notas decadentes de un piano que ya enmudece.

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